Marino Vinicio Castillo R.
En la reminiscencia de hoy lo que traigo es el curso de una amistad, tenida como inconmovible, luego de mi renuncia al Programa Social Agrario del año ´72.
Quedé, según dije, siendo miembro honorífico de la Comisión de Desarrollo, donde se reunían para debatir todos los temas públicos de interés los sectores económicos y sociales más relevantes.
Un día, antes de asistir, recibí una llamada de mi madre que estaba en San Francisco, “muy preocupada porque había visto llegar camiones repletos de militares y habían dividido en cuatro cuarteles la ciudad”; que “había muchas tensiones en el pueblo y temía lo peor.”
Por primera y última vez la sentí tan alarmada, así que cuando llegué a la sesión iba sobrecargado de una advertencia, para mí sagrada. Al llegar el Presidente, observé que estaba inusualmente preocupado y lo manifestó en su primera intervención al referirse en un tono sumamente severo para describir a mi pueblo. Lo trató con injusta dureza y yo sentí sublevarme y una vez terminó su sorprendente advertencia de reprenderlo, me levanté, arrebaté un turno y comencé a rebatirle.
No tengo espacio para describir la improvisación de mi defensa; sólo cito cuando le dije: Macorís siempre ha sido un pueblo augural para la República y usted debe cuidarse al desoírlo, pues de él será siempre la razón, aunque se ahogue en la sangre de sus hijos que pudiere derramar la opresión.
El Presidente se incorporó y tronó contra mis admoniciones; terminó diciendo: “Oiga mi discurso esta noche y conocerá mis razones.” No pude contenerme y en tono desafiante le contesté: Yo no lo oiré, porque oírlo y seguirlo a usted ha sido el peor error en mi vida.
Se armó una turbamulta, pues se rompió la sesión de más de cien hombres y mujeres que optaron por salir del Salón Verde con visible prisa. Sólo voy a citar lo que me dijera, al pasar, mi inolvidable amigo don Federico Nina: “Vincho, por Dios, es tu amigo, óyelo.” Y le dije: Yo atiendo más al temor de mi madre que a todo argumento de la política.
Se rompió la taza y cada uno para su casa. Fueron días terribles, el Acuerdo de Santiago se sublevaba por las coerciones violentas a la población y escribí en la Revista Ahora un artículo desafiante con el título “El Ocaso de las Instituciones. Peligroso Camino.”
Joaquín Balaguer vio claramente que nuestra amistad de siempre se venía abajo.
El incidente fue grave y mis reacciones sucesivas sirvieron como pasto a las intrigas que buscaban extinguir la amistad. El desinterés de mi parte por los cargos públicos ayudaba mucho para que ésto no fuera así.
Un amigo común me visitó para decirme que el Presidente realmente estaba muy apesadumbrado por todo lo ocurrido. Me llamó la atención que se refirió, otra vez, a mi discurso en vistas públicas en el Senado para la aprobación de las Leyes Agrarias del año `72. El amigo me dijo: “Él entiende que tú eres muy valioso y no quiere perderte.”
Por eso hoy hago una deriva en la reminiscencia para volver a aquel discurso que él retuviera como valioso. Me cito: Este programa es el último hálito de la pobreza nacional siempre que los ciegos sociales estén listos para sumarse al sagrado esfuerzo del rescate que trae el sol en este inesperado y brillante amanecer de la esperanza; si lo traicionan y le hacen zozobrar, veremos una República entregada al violento vandalismo del crimen, radicándose en los márgenes del medio urbano, arrabalizando el sosiego público, enfermando juventudes de desarraigados y resentidos, para quienes fuera imposible alojar sus padres como dueños de sus tierras.
Transcribo ese párrafo porque cada vez que se produce uno de los hechos de sangre espantosos que atormentan a la República tantos años después, pienso que fue muy amarga la experiencia de mi amada derrota en la lucha social agraria.
Las pruebas de mis razones me flagelan duramente y no siento nada de ira ni de rencor por haber sido desoído y me limito a exclamar: Lo siento.
Ahora bien, se produjo un vacío en esa amistad tan averiada de dos años, ´75 y parte del ´76. Me llamó otro amigo para decirme si yo había leído el prólogo de una obra de un gran ciudadano dominicano, Rafael Augusto Sánchez, titulada “Al Cabo de los Cien Años: Tentativa de una Justificación Histórica”, que pondría en circulación en Palacio el propio Presidente Balaguer. Me dijo: “Hay unas menciones para ti muy interesantes.”
Fui a la ceremonia y me di cuenta que era una sutil manera de reparar el rompimiento de esa amistad. En efecto, días después se produjeron dos cosas que favorecieron el restablecimiento de las relaciones entre los dos amigos: a la muerte del eminente ciudadano don Quiquí Henríquez, el Presidente Balaguer pronunció un panegírico inesperado, abrupto, en el cual dijo: “Te vas, amigo, lengua de verdad, que nunca me mentiste en tus sabios consejos. Me dejas en medio de esta jauría de pasiones y bajezas.”
Horas después, estaba siendo llamado de parte del Presidente Balaguer para que fuera a visitarle, proponiéndome la presidencia honorífica del Consejo de Administración de la Refinería Dominicana de Petróleo.
Tendré otras reminiscencias, no menos interesantes, sobre el calvario de las Impugnaciones Electorales de 1978, la Crisis Electoral del ´94 y su estupro constitucional. Todo será ampliado en mi autobiografía “Lo que Pude Vivir”. Si Dios lo permite.